sábado 02 de diciembre del 2023

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Lecturas del fin de semana: «¿Saben cuándo se huele fascismo?


El reportaje a Tomás Abraham se reproduce a continuación (O también se puede acceder a él, HACIENDO CLIC AQUÍ, ingresando a la versión publicada por el diario).


En una de las partes de la entrevista dice que, antes que de educación, prefiere hablar «del enorme placer de aprender. Del mundo por descubrir entre docentes y alumnos. De la investigación. De escuelas donde haya pasión por comprender, de ser libres, de no dejarse embaucar, de sudar para saber, de no conformarse con nada, de no quedar satisfecho con la propia opinión, de buscar la controversia y de tener el coraje para aguantar la postergación del placer inmediato y soportar la frustración que se siente en varios momentos de un proceso de aprendizaje.


El reportaje del periodista Sergio Carreras

–¿Cómo lee este cambio de actitud del Gobierno nacional frente a la elección del nuevo papa? ¿Por qué Bergoglio es malo pero Francisco es bueno?

–Pocas veces hemos tenido un elenco oficialista con tal grado de impunidad para tomar posiciones opuestas, diagonales, reversibles, plegables, portables, camaleónicas, como este. Y luego tienen el coraje de acusar a Menem y a Cobos de traidores. Todo les importa un rábano. El problema es la sociedad, no el poder. No me canso de repetirlo. ¿Saben cuándo se huele fascismo? No es cuando se presenta una dictadura o un autoritarismo de un partido único como sucede en Cuba, en la teocracia de Irán o en China, sino cuando a la sociedad no le importan las mentiras del poder y lo deja hacer lo que quiera mientras le convenga económicamente. Eso parece suceder en nuestro país, donde las mentiras del poder se refuerzan con un cinismo redoblado por medio de la corte periodística e intelectual que subsidia. Dicho esto, la alianza del Gobierno con Bergoglio es lógica ya que pueden distribuirse zonas de influencia en la clientela que ambos necesitan para perpetuarse en el poder, los llaman «pobres», y son la materia prima del populismo de la Iglesia como del kirchnerismo.


–¿Por qué cree que nos resulta tan común llevar muchas cuestiones –las discusiones políticas, las expresiones artísticas y ahora la elección de un líder religioso– a un lenguaje futbolero, a una expresión colectiva de hinchadas, a lecturas dicotómicas de los hechos?

–Por pereza mental y embrutecimiento cultural.


–¿De qué manera los tipos de «héroes» que elegimos, el Papa, Lionel Messi, Maradona, nos terminan definiendo como el país que somos?

–Sigo con Firmenich, Galtieri, Massera, el cuarteto de los ’70: Perón, Cámpora, López Rega, Isabel… ¿Por qué no agregarlos al listado de los idolatrados?


–¿Por qué cree que los argentinos insisten tanto en la cuestión de la humildad? Un papa, un presidente, una estrella del fútbol no sólo deben ser extraordinarios en lo suyo, sino que además tienen que mostrarse modestos, familieros, sencillos.

-Porque somos un país católico y sentimental. Un poco de tarantela, otro poco de zarzuela y unos compases de hava nagila , y nos derretimos de bondad. No es lo peor que nos caracteriza como idiosincrasia. Se banca.


–En su último libro, «La lechuza y el caracol», habla de cómo el relato político argentino deviene en creencia y cómo esa creencia exige luego adoración y devotos. ¿Cómo se escapa de los dogmas y el pensamiento momificado y se convierte la política en un espacio de discusión y cuestionamiento?

–No es necesario escapar, basta con no dejarse atrapar por el Festilindo de la mitología elaborado por un par de sociólogos de Carta Abierta, más los operadores periodísticos de los medios oficialistas y, agrego, a los de la prensa opositora. Una cosa es ser un lector y otra un hincha, por refinado que uno se crea.


–¿Cuáles ve como las consecuencias más visibles de convertir la política en una práctica con características religiosas, con sus mitos, la devoción a los muertos, la expulsión de los herejes, la condena de los incrédulos?

–La caza de brujas. El espionaje. La delación. La adulación. La corrupción. La estafa. La crueldad.


–Usted dice que los políticos nunca mienten porque en realidad no están obligados a decir la verdad y no necesitan ser sinceros porque su oficio necesita a veces la traición. ¿Cuál debería ser entonces el reclamo de un votante o militante político hacia ellos?

–Que la función de un político no sea decir la verdad no quiere decir que se le permita ser un mentiroso. No hay que posar de cándido, cualquiera sabe que en los órdenes de la vida uno no anda diciendo todas las verdades a los cuatro vientos por la sencilla razón de que ni nos conviene a nosotros mismos. Ser jueces a tiempo completo nos convierte en inquisidores y terminamos como Robespierre, que decidió en tiempos revolucionarios perseguir a los hipócritas porque la hipocresía era la madre de todos los vicios. Lo decapitaron.


–Un lugar común de los últimos años dice que en Argentina no existe oposición política. ¿Es así, o en realidad existen oficialismos que se transforman en gobiernos fuertes sentados sobre el manejo del presupuesto?

-Hay oposición dispersa y débil, con líderes mediocres. El sistema político argentino ha sido vapuleado hasta tal punto que no puede reconstituirse. Sucede en otros países, con la ventaja, por ejemplo Italia, de que son parte de una unidad muy poderosa que aún contiene esos núcleos de inestabilidad política.


–También señaló que hasta hace poco tiempo en Argentina se estigmatizaba a los «zurdos», el ser de izquierda, y que ahora el motivo de anatema es ser de derecha. ¿Cuál fue el camino que llevó a este cambio?

–Este gobierno se apropió de un lenguaje izquierdista con el que combina derechos humanos y patria grande. Eso gusta aunque lo digan quienes fugaron bonos por cientos de millones de dólares como en Santa Cruz, se enriquecieron con la 1.050, se repartieron la plata de los servicios subsidiados, que lo digan exmenemistas, duhaldistas, funcionarios del proceso, yuppies de Puerto Madero, no importa, basta que lo digan, es música para nuestros oídos y el que desentona, ah, eso sí, es de derecha.


–¿Por qué considera que continúa siendo fuerte en nuestro país el discurso de la víctima? ¿Es más redituable políticamente ser víctima que hacedor? ¿Nos desculpabiliza de nuestros errores?

-Por eso digo y repito que el problema no es el poder sino la sociedad. Maquillamos el pasado para salir airosos en el presente. No sería una mala idea que la corriente revisionista que se ha instalado en el Instituto Dorrego haga una investigación acerca de los modos en que los centros de difusión cultural y política han presentado los últimos años las década del ’70 y ’90, contrastándolos con la vida cotidiana, los programas de televisión, la prensa escrita, las tomas de posición de la dirigencia empresarial, gremial, los referentes culturales, etcétera, de aquellos años. Evitarían el sistema que se usa hoy en día, que consiste en desempolvar documentos supuestamente comprometedores de acuerdo con la orden dada de denigrar a algún personaje, como por obediencia debida ocultar información que pueda dañar a uno de la trinchera propia. Eso pasó también con Bergoglio, con el agregado de que las dos operaciones las hizo la misma gente en unas pocas horas. Algo de ese tipo de trabajo de restitución de la vida diaria de una época la hice en mi libro Historias de la Argentina deseada , en especial en el primer capítulo: «Operación ternura».


–En Córdoba, esta semana el gobernador dijo que estuvo desaparecido durante la dictadura, un término con el que antes no se había referido a su detención, y que en esa condición fue ayudado por el actual papa, Bergoglio. ¿Es un tipo de discurso que en Argentina ayuda a un candidato?

–El decir cualquier cosa con cualquier finalidad no es un rasgo exclusivo del Gobierno nacional. La demagogia es una tentación permanente en ciertos políticos.


–¿Qué autores, qué libros le recomendaría leer, qué conversaciones le sugeriría tener a un político que quiera ser presidente de la Argentina?

–Historia, mucha historia, de la buena, Halperín Donghi para la Argentina como guía, Veyne para Roma, Brown para los orígenes del cristianismo, Vernant para Grecia… y mucha información sobre economía en el mundo de hoy, de la China para comenzar.


«El estudio es como hacer el amor»

Uno de los temas que ha abordado Tomás Abraham en sus libros y disertaciones es la formación cultural de la sociedad argentina.


Uno de los temas que ha abordado Tomás Abraham en sus libros y disertaciones es la formación cultural de la sociedad argentina. Tiene, como frente a muchos otros problemas, una mirada muy crítica sobre la pérdida de amor al estudio que se vive hoy en las aulas de todos los niveles.


–Hace poco afirmó que Argentina sólo declama sobre la importancia de la educación, pero que en realidad la educación aquí tiene características de estafa y que las universidades son galpones para jóvenes desorientados. ¿Por qué cree que llegamos a esa situación y cómo se comienza a escapar de eso?

–No me gusta hablar de educación, se lo dejo a los ministros que apoyan la toma de colegios y distribuyen textos de doctrina, a los gremios docentes, a las ONG, a las iglesias, sobran los entes que se preocupan por la educación. A mí me gusta hablar de estudiar. Del enorme placer de aprender. Del mundo por descubrir entre docentes y alumnos. De la investigación. De escuelas donde haya pasión por comprender, de ser libres, de no dejarse embaucar, de sudar para saber, de no conformarse con nada, de no quedar satisfecho con la propia opinión, de buscar la controversia y de tener el coraje para aguantar la postergación del placer inmediato y soportar la frustración que se siente en varios momentos de un proceso de aprendizaje.


–¿Ya no sirve considerar la educación como un mecanismo de ascenso social?

–Puede servir como no servir. Por eso hablo del estudio, es intransitivo, vale de por sí, es como hacer el amor, uno no hace el amor porque relaja sino porque gusta, el resto puede darse por añadidura. Los beneficios del estudio se miden por expansión mental, intensidad emocional, energía espiritual, alegría de vivir y voluntad de poder hacer.


–Usted escribió un libro inusual para un filósofo, «La aldea local», en el que exhibe su gusto por ver televisión, sobre todo los programas más populares. ¿Qué le sugiere esta sucesión de programas dedicados a discutir sobre videos «pornográficos» de personas famosas?

–Me abstengo. Por razones domésticas a veces paso por programas de la farándula, pero son penosos de ver, ni siquiera son malos, son degradantes. Han hecho del chisme –que, trasladado a la escena, es un género de la picaresca entretenido, gracioso y sagaz– un montaje en el que cierta gente ruega para que le den cámara y pide un poco de figuración. ¿Para qué? ¿Para bailar por un sueño y mostrar el culo cinco veces por semana durante ocho meses? Y sí, para eso. Es lo que da rating . Si hay algo que puede llamarse tinellización, es el haber aprovechado la fascinación nacional por nuestro soporte trasero y mostrarlo de 22 a 24 horas cada noche.


–¿El periodismo argentino ya dejó de ser fiscal y juez y se convirtió en acusado?

–Creo que es juez, fiscal y acusado todo a la vez. Creo que padece un narcisismo exacerbado y un nivel de desparejo para abajo. El periodismo no tiene que ser ni oficialista ni opositor, ni objetivo ni propagandístico, debe tener un buen nivel de análisis, buen uso del lenguaje, y sentido crítico, es decir, poner en tela de juicio el sistema de creencias de la sociedad porque es a través de los relatos de legitimación de las instituciones por donde circulan los poderes que pretenden mantener a los ciudadanos bajo tutela.

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